No lo sé

Sin título

No sé cómo es que decidí hacer una pausa tan grande, no lo sé. Sé qué la propició y, de algún modo, sé que fue un acto de rebeldía como respuesta a ese acontecimiento. No estoy segura de si rebeldía es la palabra que mejor lo describe, basta con saber que mi decisión fue enmudecer… o partir . Y creo que me alejé lo suficiente.

Crucé desiertos; viajé anónima. Me hice de nuevos silencios y escuché otras voces para no regresar con las manos vacías.

No recuerdo cuántas lunas acompañaron mi silencio, ni cuántos soles entibiaron mi cabeza y mi corazón. No los iba contando.

No sé qué viernes o qué lunes ya quería traerme de vuelta. Y heme aquí.

A veces, las penas que nos alejan siguen ahí; ahora hay que mirarlas con otros ojos. Al menos, yo así voy a mirarlas. Tal vez ya tocaron todo lo que debían haber tocado y ahora buscan acomodo entre todas las cosas vistas y oídas durante la ausencia, entre las nuevas ocupaciones y los nuevos deseos.

Regresé porque, de pronto, todo me pareció extraño; porque el mañana se asomaba todos los días a alborotar mis ideas y mis conformismos. Y aquí estoy, caminando de nuevo lentamente.

Es probable que también me haya hecho regresar el miedo a  no reconocerme.


Crédito de la fotografía:
dell’Orologio (detalle)
Fotografía de kukudrulu

 

Revelación

De esas paredes de inmaculada monotonía, ya estaba cansado. Comenzó a pintar en ellas notas musicales, pianos y guitarras. Y esa suave expresión bastó para reventar los cordeles con los que ataba el alma.

Una mañana dibujó una gran ventana, y el alféizar se fue poblando de petirrojos, herrerillos, calandrias y uno que otro pechiazul. Ya no pudo cerrarla. No pudo. No quiso.

Con tan creciente alegría le nacieron alas y echó a volar. Lejos. Más allá de la piel.

Pretextos para no cocinar

“Sistema abrefácil, qué buen invento”, pensó. Y le dio un trago más a su bebida antes de seguir reuniendo los ingredientes para preparar el espagueti.  “Pues bien, manos a la obra”.

Tomó una de las latas de sardinas y al comenzar a abrirla se escurrió un hilo acuoso de color negro. Intrigada, Emilia abrió un poco más la lata. Del interior, saltó un pulpo gigante bañado en tinta queriendo escapar de un tiburón que reclamaba el banco de sardinas que le había robado.

Como es bien sabido, uno nunca debe meterse donde no lo llaman. Así es que Emilia se quitó el delantal, fue por su bolso y avisó a sus hijos que los esperaría en el coche porque esa noche cenarían fuera. Este era el mejor momento para conocer el menú de “La luciérnaga carmesí”. En otra ocasión, tal vez sea bueno aprender a guisar pulpo.

Silencio habitado

«Nadie puede saber quién es si no se lo dice el silencio”. (Romano Guardini)

Los días en la ciudad transcurren siempre con fuertes dosis de ruido: de los vehículos que inundan las calles como si fuesen ríos de aguas embravecidas; de televisores y reproductores de sonido que compiten sin parar; de aparatos diversos a los que les hemos hecho un lugar en la modernidad de nuestras vidas; de maquinaria pesada; de charlas escandalosas, gritos y portazos; de vendedores ambulantes equipados con altavoces; de perros nerviosos, tanto o más que sus dueños; etc.

Y si le sumamos el ruido que causan en nuestro interior las congojas, las prisas, el deseo de ocupar cada minuto del día, las ambiciones y los problemas cotidianos, parece ser un asunto de locos sin fin.

Estamos saturados de ruido y lo más preocupante es que nos estamos habituando a él con sobrada resignación.

En medio de toda esa perturbación deambula nuestro YO, distraído, descorazonado, en fuga constante. Cuántas cosas se nos escapan y todo por no hacerle un espacio al silencio. El silencio que nutre el alma, que interrumpe preocupaciones, que libera, que abraza verdades, que intuye, que crea.  El silencio que nos acerca a Dios y con Él a nuestra alma en su versión más auténtica.

Qué bueno sería hacer del silencio una tarea diaria. Seguro es que habrá inercias que romper, también resistencias y miedos (a cielos abiertos, a lo desconocido, a estarse quietos). Si nos hemos de animar–y ojalá que así sea-, hagámoslo sin el afán de entenderlo. Simplemente dejémoslo estar con nosotros y nosotros en él. Algún fruto habrá para compartir con los demás.