Puede llegar el día en que una desaparezca. No lo estaba buscando, no quería, pero se cruzó en su camino alguien que tenía las peores intenciones hacia ella, alguien con la rabia potenciando sus actos, alguien con la animalidad a flor de piel, alguien con corazón de garra.
Ella desaparece de golpe y no. Sus seres queridos se movilizan para encontrarla, la adrenalina y la angustia son buen combustible. Pero también están aquellas pequeñas cosas que se hacen las encontradizas y que aparecen para incendiarlo todo: el alegre baile matutino que se esconde en alguna canción, el último comentario gracioso tras algún despiste, la fruta sobre la mesa, su opinión sobre los acontecimientos actuales, su flor favorita, la mancha de café en el plato, la discusión sobre a quién le tocaba hacer la compra.
Pasan los días y ella no vuelve. Todo grita cada vez con más dolor: el baile, la canción, el despiste, la fruta, las últimas noticias, las flores, el café, la compra, la discusión. Y la rabia y el llanto y otra vez la rabia, así hasta que el corazón se sienta más como un recipiente vacío, vacío de ella y poco a poco vacío de todo.
Puede llegar el día en que una mujer desaparezca o nueve, trescientas o mil. En México, esa es la aterradora realidad avivada por un gobierno que no hace todo lo posible porque ya no suceda; un gobierno que se autonombra feminista y todos sus actos e intenciones son precisamente ajenos a que las mujeres vivan libres y seguras en este país; un gobierno que no escucha y se oculta tras una valla metálica; un gobierno que extiende y quita ayudas a su antojo para que ellas no crezcan; un gobierno zancadilla.