La memoria del cuerpo

Seguramente, hoy no estaba entre los planes de ningún habitante del D.F., Guerrero,  Chiapas, Oaxaca y lugares aledaños sufrir un poco de nerviosismo a causa del temblor que nos sorprendió en medio de nuestras tareas cotidianas.

Mi martes transcurría como cualquier lunes, porque hasta ese lujo me dí: confundir el día (a veces me sucede cuando hay un día feriado de por medio). De manera repentina, una llamada telefónica me sacó de mi error y entonces sí a correr se ha dicho. Revisión de agenda, reacomodo de actividades, prepararme un rico té para relajar los nervios… No pasó mucho tiempo hasta que empecé a sentirme mareada. Lo primero que pensé fue “o le bajo al estrés y me resigno a tener un día desajustado o aquí me va a dar un patatús”. Dudé de mi mareo en el instante preciso en que escuché un crujido en la pared y la puerta de mi habitación se cerró. “¡Qué mareo ni qué Alicia en el País de las Maravillas, está temblando!”.

Confirmado esto último en las lámparas colgantes del techo de mi sala, me dirigí al lugar que considero el más seguro en mi departamento, con la calma y sensatez que merece cualquier temblor. Adopté la posición corporal adecuada para salvaguardar la vida en caso de que esto se pusiera feo. No me gustaba escuchar el ruido que hacían los vidrios y tampoco me gustaba el ruido que crecía poco a poco en mi interior, aún así yo oraba con relativa tranquilidad pensando en mis seres queridos.

No entendía por qué empezaba a ponerme nerviosa, si siempre me he mantenido serena durante los temblores; no podía evitar que el barullo interno aumentara con cada segundo que transcurría. En el instante en que por fin comencé a llorar, algo, no sé exactamente qué, me remitió al terremoto de 1985.

En cuanto todo pasó corrí a informarme de la magnitud de este sismo. Ante lo que decían en los medios, pensé: “¿6.6 grados en la escala de Richter? Pero si lo sentí mucho más fuerte”. Ya después vendría un poco de contradicción entre el Servicio sismológico de EU y el nuestro, y la confirmación final: 7.8 grados. Comprendí, entonces, que aquel ruido interior que crecía era la memoria de mi cuerpo que recién despertaba.

Tal vez no tenía a la mano ningún aparato con el que yo pudiera saber la intensidad de lo que estaba sucediendo, no obstante mi cuerpo encendió algunas señales de alarma que guardó instintivamente aquel septiembre de 1985, cuando conocimos el poder destructivo que encierran 8.1 grados. Me alegra que en esta ocasión nos quedáramos algunas décimas atrás.

La pregunta que hoy me hago es ¿mi familia está 100% preparada para saber cómo actuar ante otro terremoto? Tarea número 1: verificar que recuerden cuál es el punto de reunión, en vista de que Internet y las comunicaciones telefónicas fallan y fallarán siempre (hoy no me quedó ninguna duda al respecto).

Bendito Dios, todos estamos bien. Mi corazón sigue un poco tembloroso, pero con ganas de apapachar.